La optometrista dijo:
- Es el inevitable transcurrir del tiempo: primero el pelo se llena de canas, luego viene la vista, los dientes y hasta el oído- Señaló en el oído del marido, parado como un autómata frente a la caja registradora, un discreto aparatico color carne para mejorar la audición.
A mi me ardían los ojos por el esfuerzo de ver letras y números microscópicos a través de un lente que los alejaba irrebatiblemente de mi entendimiento.
- Es un ... ocho.... no ... un tres. Había tratado de adivinarlos todos. Era eso, adivinarlos más que leerlos en aquel cubículo oscuro en el que la optometrista se empeñaba en hacerme ver mi ceguera.
Con lo poco que me quedaba de vista vi el aparatico en la oreja del marido, sus ojos verde catarata, los dientes de su risa sarcástica. El tiempo, mijita – me hubiese dicho si hablara español- no perdona. Pero no dijo nada, fue sólo un reírse como quien da una burlona bienvenida.
Con lo poco que me quedaba de vista me vi un pelo resplandeciente en la cabeza. También pude ver cómo la optometrista marcaba en un formulario que yo tenía el mínimo requerido para aprobar el examen de vista.
- No veo nada – le dije.
- Nadie ve perfectamente – me replicó – y para eso están los lentes.
Lentes, tintes para el cabello, aparaticos para mejorar la audición, dentaduras plásticas.
Salí de la óptica con el examen temblando entre las manos. Esperaba que al menos me dieran la licencia para conducir. Esperaba poder conservar lo que me quedaba de vista. Los ojos me ardían como si navegaran en granos de arena.
Conservar lo que me queda de vista.
Y hacerme otro examen para saber qué tengo.
Comprarme unos lentes.
Los ojos me dolían como si hubiese llorado ríos. No leer hasta el próximo examen. No forzar lo que me queda. ¿Cómo no me había dado cuenta de mi ceguera? ¿Será porque los ciegos son ciegos hasta de sí mismos? Si una persona nace sin luz en los ojos, ¿cómo puede saber que el mundo es mucho más que sombras? Sólo porque los otros se lo dicen, que si nadie advierte al ciego de su ceguera la oscuridad sería el mundo y no su ausencia. Así la optometrista había aparecido en mi vida para señalarme que el mundo es mucho menos opaco, que las letras son más grandes, que los números son exactos, que un ocho es un ocho y un tres es un tres y que a la mierda la física cuántica.
No leer. No forzar lo que me queda de vista hasta que pueda comprarme unos lentes- me dije.
Desde la ventana de mi casa pude ver los sembradíos neblinosos, rodeados de cipreses empolvados y a lo lejos una carretera atravesada por carros y camiones que de seguro estaba mucho más cerca de lo que yo la veía.
- Dios mío – pensé - tal vez no vivo en medio de campos sembrados como yo creía sino a orillas de una carretera.
Me empeñé en escuchar a los carros que se veían a los lejos, pero sólo el silencio de los duraznos era lo que se percibía. No era de extrañar: primero la vista, luego el oído – había dicho la optometrista.
No, no: no debía yo esforzar la vista ni el oído. Más bien salir corriendo a teñirme el pelo.
Tal vez no era casual que me gustara tomar agua de un filtro que estaba en un instituto para ciegos en la universidad. No era casual que chocara con sus bastones y quisiera ayudarlos a llegar a sus destinos. Tampoco fue casual aquella célebre ceguera ...
Recordé "Autobiografía médica" de Damián Tabarovski, pero ni siquiera podía releerla porque no quería agotar la poca luz de mis ojos. Pasé siete días sin leer, con el escritorio atiborrado de cosas pendientes. O sólo leyendo en la computadora donde la letra se puede agrandar a dimensiones extremas. A 200% el texto se sale de la pantalla, pero la vista reposa- me convencí a mí misma.
También convencí a mi marido para que me acompañara al siguiente examen. Aferrada a su antebrazo llegué a la óptica, no quería caerme ni perderme en la neblina. Él era mi bastón, mi lazarillo y como tal me condujo a la silla eléctrica en la que otra optometrista más computarizada se dedico a hurgar en mi ceguera.
Me midió todos los lentes posibles y yo seguía viendo una nube blanca alrededor de un punto de luz. Me fue sacando lentes hasta que de pronto la realidad apareció diáfana y recién estrenada ante mis ojos.
- Veo – grité – veo muy bien así.
La optometrista apagó el aparataje, las luces, las computadoras, desenchufó todos los cables y me dijo:
- No tienes puestos ningunos lentes. Tienes tan poca cosa que no sé si valga la pena ponerte nada.
Salí de aquel cubículo como quien sale de la cueva de un brujo, un santero, un iluminado, un hacedor de milagros. El mundo se abríó ante mí con el brillo de lo recién descubierto, con el asombro del prodigio
Fuente: memoriasdelamamacita.blogspot.com
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